EL MUERTO AJENO
Mónica Lavín
No es fácil deshacerse de un muerto, mucho menos de un muerto ajeno. Tal vez si comienzo desde el principio, comprenderán que no había otro remedio y entonces lo de la carrera en el andén a media noche tendrá sentido. Íbamos en el tren a Zacatecas cuando la conocimos, cuando los conocimos para ser preciso, porque esa noche a la hora de la cena en el carrocomedor éramos cuatro: mi mujer, Gonzalo, Silvia y yo. Nosotros íbamos por el aniversario de bodas de los padrinos de mi mujer y de paso a recorrer la ciudad, Gonzalo y Silvia viajaban desde Mérida y parecían estrenar noviazgo. De hecho la conversación empezó cuando en el salón fumador, mientras mi mujer y yo bebíamos una cerveza, y con la cercanía inevitable que dan esos vagones estrechos -que sialguno tuvo la fortuna de ser viajante de nuestros carros pullman me seguirá-, miré las piernas de Silvia. Entonces las mujeres usaban medias y faldas estrechas justo a la rodilla, la informal apariencia del pantalón de mezclilla no era hábito del viaje. Gonzalo sintió mi intromisión visual pues de golpe colocó su mano sobre el pedazo de muslo entre dobladillo y rodilla para signar su propiedad. Con laintención de evitar toda ofensa -y ahora que lo pienso por tener a Silvia a la vista, quién iba a suponer lo que luego vendría- les pregunté qué querían beber y ordené al camarero copas para todos. La tarde se había vuelto noche; no sólo disfrutamos del aperitivo juntos si no que en el comedor compartimos la mesa. Gonzalo era un empresario yucateco visiblemente mayor que Silvia quien no tendríamás de 35 años y a quien ese pelo oscuro y recogido le daba una elegancia despreocupada. Mi mujer estaba entretenida con las anécdotas de Gonzalo que era un tipo divertido y yo con la belleza de Silvia quien se sabía portadora de una suave sensualidad. Nos despedimos pensando que seguramente aún tendríamos la oportunidad de compartir el café de la mañana y nos refugiamos en nuestros compartimentos.Mi mujer me dijo que le parecía que no eran casados, tal vez sean recién casados agregué yo, por salvar de alguna manera la reputación de Silvia. Ella no usa anillo, advirtió con su sagacidad habitual. Ni siquiera habíamos llegado a Zacatecas cuando tocaron a la puerta quien creímos sería el porter para anticipar nuestro arribo. Era Silvia, con el pelo suelto, y literalmente en bata frente anuestra alcoba. Es Gonzalo -dijo entrecortada- no respira. Mi mujer se puso el saco encima del camisón y salió tras ella, yo me enfundé los pantalones y las alcancé. Hubo que cruzar al vagón siguiente sin hablar y con prisa. Lo único que se metía en nuestra impaciencia era el ruido metálico del bamboleo del tren entre las puertas. Por suerte Gonzalo estaba en la cama de abajo; alguna consideración dela edad por parte de Silvia, supuse. Estaba muy pálido. Le tomé la muñeca, como había visto hacer en las películas. Silvia lo miró llorando. Mi mujer tocó su frente como si fuera la de un niño. Frío, lívido y sin pulso. Llamamos al porter mientras mi mujer abrazaba a Silvia. Yo miré a Silvia contra el paisaje seco tras la ventana; se veía tan desprotegida con su bata de seda azul marino. La imaginéen el trajín de la noche anterior. No pude evitarlo, el escote, el pelo revuelto. Profanaba a un muerto pensando la causa.
Tuvimos que esperar mucho tiempo sentados en el vagón. Las afanadoras subían para hacer el aseo, ya habíamos colocado las maletas en el corredor, hasta la de Gonzalo. Silvia lloró mientras le ponía los zapatos. Ninguno nos atrevimos a cubrirlo con esas sábanas estrechasde que Silvia no quería cargar. Afortunadamente todo el papeleo fue a bordo porque Silvia sostuvo que era su mujer y así no hubo que avisarle a nadie mientras cremaban a Gonzalo y ella pagaba con el dinero que le había sacado del bolsillo del pantalón. Nosotros no tuvimos corazón para dejarla sola en todos esos trámite por demás engorrosos. Mi mujer, que es buena y solidaria, le dijo que se…