Por extraño que parezca, el amanecer de hoy no fue distinto a los demás. Me levanté, como de costumbre, al sonar el despertador. Me bañé y rasuré, me vestí y bajé a desayunar. Al disponerme a engullir abrí el periódico y ahí los acontecimientos cobraron un cariz inusitado. Contra mi hábito pasé por alto la sección financiera y, como si ya fuera de mi conocimiento, busqué directamente la esquela atoda página en que se informaba que yo, Benigno Sada, he fallecido «En el seno de nuestra madre, la Santa Iglesia Católica, Apostólica, Romana y con la bendición papal». En el ángulo inferior derecho se indicaba discretamente nombre y domicilio de la funeraria: una agencia del zopilote cualquiera.
Dejé intactos los alimentos y ahora me dirijo al establecimiento de pompas fúnebres. Por elcamino los conocidos me saludan persignándose devotos.
–¿En qué sala se recibe mi duelo? –pregunto al empleado, embebido en una revista pornográfica.
El empleado, ajeno al traje pero embutido en él por requerimientos del empleo, se toma su tiempo. Después de repasar las fotos más obscenas con el propósito de ensayarlas en su próximo encuentro erótico, me contesta sin levantar la vista:
–En lados.
¡Vaya!, si yo estuviera vivo, este empleadillo habría escondido su vulgar revista y me habría reverenciado sabiendo quién soy. Nada más se muere uno muestran su condición de sirvientes rencorosos. En fin, qué le vamos a hacer.
Familiares y amigos me reciben con las mayores demostraciones de dolor. La primera en abrazarme es Esther, llorando a moco tendido. Es difícil consolarla, peroapaciguada pregunta con avidez sobre el testamento. Se tranquiliza al saber que, salvo partidas menores para sobrinos allegados, la herencia la compartirán a prorrata ella y nuestro hijo Juan José, estudiante de administración de negocios en el Tecnológico de Massachusetts.
–Juan José ya viene en camino –dice, adelantándose a mi pregunta–. Rentó un jet en Boston para de estar aquí lo más prontoposible.
Yo apruebo la medida con meneo de cabeza.
–Y a todo esto –interrogo a mi mujer–, ¿de qué morí?
–De un infarto, querido. Sucedió mientras dormías.
–¡Ah! –exclamo.
De muy poco sirvió la fortuna que me gasté en Houston: onerosos tratamientos para sobrevivir poco tiempo a la cardiopatía. Bueno, algún día tenía que marcharme al otro mundo. Pero entonces reparo en que no dormíaprecisamente cuando sobrevino el infarto fulminante que me impidió concluir satisfactoriamente la última actividad en vida. Razonablemente mi esposa no detalla intimidades en presencia de otros, así que, atendiendo a su pudor, cambio de tema. Luego de algunos comentarios intrascendentes callo para ver a mí alrededor las caras que por aquí y por allá compiten por mostrase las más pesarosas.
Con sucautela habitual y su carraspeo de llamar la atención, Lorenzo Lagüera solicita hablarme en privado.
–Me expongo a que pienses en un abuso de las circunstancias –dice–, pero el favor que voy a pedirte es en extremo importante para mí.
–Estoy para servirte, Lorenzo, que para eso son los amigos –le contesto sin faltar un ápice a la sinceridad.
–Tú sabes cuánto quería a mi hijo Carlos,tanto que a pesar de los años no hallo consuelo a su muerte prematura. Por eso, Nino, y por nuestra amistad a toda prueba, te ruego encarecidamente le entregues esta carta cuando llegues al cielo.
–Pero, Lorenzo –replico–, no estoy seguro de ir al cielo. Tú sabes muy bien que a los hombres del dinero no se nos ve con agrado en ninguna parte, y menos por esos lares.
–No importa, llévala contigopor si llegas a coincidir con él en algún paraje de la otra vida.
Bajo esa reserva acepto el encargo, haciéndome el firme propósito de rechazar en adelante cualquier petición, pues de lo contrario seguramente me empezarían a cargar con paquetes de cabrito y machaca.
Se aparece por ahí Adrián Zambrano, el soltero más codiciado de todo México y respetable filántropo con base en los residuos…